Me deslicé con suavidad hasta mi armario con intención de vestirme y salir a ver que había pasado con el sonido del mundo. La inquietud aumentaba a cada paso sordo, a cada crujido de la madera que notaba bajo mis pies y cuyo sonido no parecía llegar nunca hasta mis oídos. De haber estado lo suficientemente despierto como para darme cuenta de lo que estaba pasando, lo más probable es que me hubiera vuelto completamente loco.
Ya junto al armario sentí un escalofrío que recorría mi cuerpo al tiempo que notaba como se mojaba mi piel. Noté el impacto de miles de gotas de agua contra mi cuerpo semidesnudo que, aparentemente en vano, intentaba terminarse de vestir ante una siniestra lluvia que de pronto había brotado en el interior de mi propia habitación.
No eran goteras como pueda creer un lector que no hubiera vivido lo acontecido aquella noche de invierno, las gotas de agua simplemente atravesaban el techo como si de humo se tratara, como si la ausencia de sonido hubiera también alterado las leyes más sagradas que regían el universo y la materia.
Aunque a uno le hubiera sido vetado el don de la audición años atrás y en su casa no hubiera caído de pronto un siniestro diluvio sin aparentes goteras, podría haber sentido en el aire cargado que bañaba la oscuridad que aquella noche era, como poco, extraña. La fría brisa de las noches de invierno pasadas se había templado, y el viento que otros días hubiera podido arrancar pequeños arboles del suelo con su furia descontrolada se había quedado inmóvil, como si el cambio también a él lo hubiera dejado asustado.
La calle estaba desierta cuando llegué al portal de mi casa empapado y vestido mal que bien con unos pantalones de pana negra, una camisa que en otro tiempo fue blanca y una chaqueta vaquera que no terminaba de abrochar. Hacía un insólito calor a pesar de la lluvia que impactaba en el frío asfalto de la carretera fantasma. Y el silencio, aquel sórdido e inquietante silencio, ayudaba a potenciar aquel clima de oscuridad y misterio.
Al fondo de la calle, donde la vista apenas alcanzaba a ver figuras borrosas y desdibujadas, vi resplandecer una luz roja intensa que me heló la sangre. Era una luz que provenía de unas inmensas llamas doradas que brotaban del mismo suelo y rodeaban con sus lenguas incandescentes todo aquello que se les acercaba.
Y sin embargo no fue miedo lo que sentí ante aquella visión de horror que inmediatamente interpreté como el infierno alzándose en la tierra. Solamente sentí lástima. Lástima por las gotas de agua que se evaporaban antes de haber podido tocar tierra. Lástima por aquellos edificios de fría piedra que tan majestuosos habían sido antaño y que sin embargo ahora se doblaban sobre sus cimientos bajo las caricias de aquel siniestro baile de calor y llamas.
Y sobretodo, más allá del miedo o la pena, sentí lástima por no ser capaz de escuchar, más que fuera un momento, aquellas llamas de oro que iban a terminar conmigo.
Como ya dije en un principio, lo peor de aquella noche… fue el silencio.
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